Un mundo sin Dios
Agosto de 1995. El sol besa escandalosamente la ciudad de Nueva YorK. Calor intenso. ¡Cuarenta grados por lo menos! Yo trato de refrescarme con una limonada helada en un bar del Roquefeller Center.
Estoy en el corazón de Manhatan. Mi profesor, un francés nacido en Estados Unidos, bebe una cerveza. Nunca habíamos tenido la oportunidad de conversar fuera de clases. Es la primera vez que hablamos de asuntos ajenos a la vida académica. Me pregunta quién soy y que es lo hago. Al oír mi respuesta, su actitud amena cambia. Bebe un sorbo de cerveza, me mira como a un niño desprotegido, casi con compasión, y me pregunta sonriendo:¿Es posible creer en Dios en nuestros días?
Siento ironía en su voz. Sonrío y continúo bebiendo la limonada. A partir de entonces, siempre que puede, el profesor conduce nuestra conversación al terreno religioso. El no tiene inquietudes espirituales: solo quiere probarme que Dios no existe. Yo lo dejo hablar. Oír es arma mortal para esta clase de pensadores. Oírlos con atención los desconcierta. Los confunde, los hace extraviarse en la mañana de sus raciocinios. Por eso lo escucho y lo sonrío.
La mente de este caballero de 50 años, de aire de triunfador y aparentemente realizado en la vida, es brillante. Típicamente inquisitiva. su capacidad es extraordinaria. Seria capas de probar a cualquier persona que es de noche. Aunque el sol brillara en medio del cielo azul. De acuerdo con su manera de ver las cosas, él y todo lo que a logrado en la vida prueban que el ser humano no necesita de Dios para vencer.
Los días corren. Nada mejor que el tiempo para analizar la consistencia de los conceptos. En cierta ocasión, en una de nuestras últimas conversaciones, hace un despliegue de argumentos contra la existencia de Dios. Yo considero una pérdida de tiempo continuar discutiendo el asunto. Él insiste. En silencio me pregunto qué es lo que se propone. Al ver que no se detiene, lo interrumpo:
-Está bien profesor – le digo-, imaginemos que usted tiene razón. Dios no existe. Imaginemos también que usted tiene un hijo, un único hijo de 20 años, en la flor de la existencia, un hijo al que ama mucho y por el cual sería capaz de dar la vida. Para tristeza suya el está sumergido en la drogadicción. Usted, como padre, ya hizo todo lo que podía para ayudarlo. Busco los mejores especialistas, lo intento en los más calificados centros de rehabilitación. Lloro, grito y sufrió. Nada, ni nadie, es capaz de hacer cosa alguna para liberarlo de las garras de vicio, y usted me acaba de "probar" que Dios no existe. Dígame entonces, ¿Qué esperanza resta para su hijo?
El hombre se mueve nervioso de un lado a otro en el sofá del cuero marrón. Sus ojos brillan mas húmedos que nunca. Son ojos redondos, de mirar penetrante. Esta vez son ojos tristes. Puedo ver la emoción retratada en su rostro. Sufrimiento y dolor, quien sabe. Sin querer he tocado una herida abierta en el corazón. La herida sangra. Intenta decir algo pero no puede. Solamente se levanta, hace una venia con la cabeza, a modo de despedida, y se retira. Mientras se va, lo veo esconder con discreción una lágrima rebelde.
Al siguiente día me entero de que tiene un hijo. Un único hijo, de 20 años, completamente destruido por las drogas. Entonces creo entender su rebeldía, su extraño orgullo intelectual, incluso la ironía de sus preguntas.
Algunas semanas después antes de retornar al Brasil, voy a despedirme de el. Me acompaña en silencio hasta el primer piso. Allí nos damos un abrazo. Ambos sabemos que nuestra conversación no ha terminado. Esta emocionado. Las palabras no aparecen en sus labios, están atoradas en su garganta. De repente traga saliva y me susurra al oído:
-Pastor, usted sabe, que no creo en Dios, pero usted si. Por favor, pídale a su Dios que ayude a mi hijo.
Me duele la actitud del profesor estadounidense, hijo de padres europeos. Me duele verlo con los ojos llenos de lagrimas, sintiéndose impotente ante la desgracia del hijo que ama y, sin embargo, incapaz de reconoce a Dios como la única solución para su drama. El es el retrato de la generación de los tiempos previos a la venida de Jesús.